El juicio de Jesús ante el sumo sacerdote Caifás, descrito en Mateo 26:57–68, representa uno de los episodios más significativos en la narrativa de la pasión. Jesús fue arrestado y llevado ante los líderes religiosos, quienes, cegados por su odio, buscaron falsos testigos para justificar su condena. A pesar de los múltiples intentos, no lograron encontrar una acusación válida hasta que dos testigos falsos tergiversaron sus palabras acerca del templo. Este proceso fue una muestra clara de injusticia, impulsada no por la verdad, sino por intereses religiosos y políticos.
J.C. Ryle, conocido obispo anglicano y escritor evangélico inglés, destaca que los principales responsables de este juicio no fueron los ciudadanos comunes, sino los mismos líderes religiosos: Caifás y los principales sacerdotes.
Esto revela una dura verdad espiritual: la corrupción y el pecado pueden habitar incluso en los más altos cargos eclesiásticos. Su linaje sacerdotal y su posición no los protegieron de errar gravemente contra Dios. Este hecho nos advierte contra la confianza ciega en las figuras religiosas, recordándonos que todo líder debe ser juzgado conforme a la Palabra de Dios.
En medio del juicio, el silencio de Jesús frente a las falsas acusaciones resalta su serenidad y dominio espiritual. Sin embargo, ante el solemne conjuro del sumo sacerdote, Jesús respondió con claridad: Él era el Cristo, el Hijo de Dios. No solo confirmó su identidad, sino que profetizó su regreso glorioso: “veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios”. Con estas palabras, Jesús se presenta como el Mesías esperado, aunque no de la forma que sus acusadores imaginaban.
Ryle señala que esta declaración fue una advertencia y una última oportunidad para que los líderes reconocieran a Jesús como el Mesías. Sin embargo, sus corazones estaban endurecidos por el fariseísmo, el prejuicio y la incredulidad. Jesús les habló de su venida en gloria, citando implícitamente el capítulo 7 de Daniel, pero sus oyentes eran espiritualmente ciegos. La negativa de los líderes a escuchar la verdad ilustra la tragedia de la obstinación religiosa, una ceguera que aún hoy puede afectar a quienes cierran su corazón a la revelación divina.
Además del juicio verbal, Jesús soportó humillaciones físicas: fue escupido, golpeado y burlado. Estas agresiones no solo fueron una muestra del odio de sus enemigos, sino también el cumplimiento de las profecías mesiánicas. Isaías lo había anticipado siglos antes: “No escondí mi rostro de injurias y de esputos”. Cristo, inocente y puro, aceptó el sufrimiento sin defensa, como parte del plan redentor. Su mansedumbre y resistencia nos dejan un ejemplo supremo de amor sacrificial.
Por último, el mensaje práctico del pasaje es claro: los seguidores de Cristo deben estar preparados para enfrentar la misma oposición que Él sufrió. Las calumnias, burlas y desprecios han sido armas del enemigo desde el principio. Pero, como Ryle enseña, cuando somos perseguidos por causa de nuestra fe, participamos de la copa que Él bebió por completo.
Todo aquel que se defina en su práctica y fe seguidor de Jesucristo, debe entender que el nombre de Jesús no es motivo de vergüenza, sino una señal de que estamos siguiendo sus pasos. Y si Él venció, también nosotros seremos fortalecidos en él.
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